Después de Panza de burro

 

Lo importante de esta novela no es la trama. Lo afirmo y siento alivio. No tengo que describir argumentos enrevesados, estructuras complejas con muchas relaciones causa-efecto, monólogos interiores, etc. Bueno, sí hay trama y es muy simple: la loca y apasionada historia de amor de dos chicas preadolescentes. Ya está, lo demás es lenguaje.

Lenguaje, sí, palabras desmedidas, demolidas y vueltas a reconstruir, un viraje de la imaginación que se cuenta a sí misma. A ver, Panza de burro pudiera transcurrir en cualquier parte del mundo pero transcurre en Canarias. De entrada está escrita en canario. Yo me había propuesto no usar el diccionario hasta que llegué a la palabra tagasaste y me pudo la curiosidad. Entonces descubrí que hay un diccionario de canarismos y hasta una academia canaria de la lengua (¡Zape gato!) Menos mal que la editora de Barret, Sabina Urraca, no cedió a la tentación de incluir un glosario (recuerdo que la primera edición de Doña Bárbara sí que lo tenía). Y es que no hace falta, como veremos.

No voy a incurrir en la pedantería de afirmar que aquí el lenguaje es protagonista pero lo es en buena medida. Pasan cosas, claro, y como en toda buena novela, las cosas que pasan son relevantes a la historia. Chacha e Isora son dos amigas que viven en un caserío enclavado es las faldas de un volcán. Saben que en cualquier momento puede arrasar con todo. Esta precariedad no las detiene en su afán de comerse la vida. Ellas son muy distintas pero se aman locamente. Isora es gorda, Chacha, que cuenta la historia, no lo es pero se identifica con su amiga. Isora es extrovertida, hablachenta, echá palante, mientras que la tímida Chacha la sigue dondequiera que vaya y hace lo que ella le diga. Isora es pantagruélica, come y vomita, hace queques (panqués) horribles que obliga a Chacha a comerse hasta el último fisquito. Los personajes vomitan, cagan, mean y tienen sexo, sexo que jiede; hay pelotillas de tierra en los ombligos y verijas sudorosas; hay pepes y cucas que se buscan y se machacan mutuamente como desde el inicio de los tiempos (por momentos, la novela logra un efecto atemporal). Pero esto no es todo.

Y no hay curas ni iglesia. La gente del pueblo trabaja en el sur donde hay hoteles turísticos llenos de ingleses, alemanes, franceses.  Y también en las casas rurales donde las mujeres canarias hacen limpieza mientras los guiris toman el sol y cocteles.

Pero a través de la porquería se llega al corazón del mirlo. La poesía salta en estas páginas como destellos fulgurantes desde cualquier línea, y todo tiene sentido aunque no entiendas las palabras. Se entiende es el gracejo, la angustiosa (a veces) necesidad de atrapar un momento inefable, algo tan inasible como la emoción de los besos a escondidas o el loco palpitar del corazón ante la cercanía de la persona amada.

Un amor que no es el de Barbi y Ken, los muñecos que las niñas ponen a follar estrujando sus cuerpecitos plásticos, sino un amar basto (y vasto) que a veces se resuelve a puños, patadas y mordiscos. Un amor de veras, de esos que duelen y se llevan hincados en las entrañas, un amor de gente que siente y no este simulacro de culebrones.

Como todo amor es atormentado pero tiene también esos momentos inefables que Andrea Abreu logra atrapar mediante su arte narrativo en su primera novela. Yo la leía con asombro y familiaridad, con la ventaja de ser español y venezolano a la vez y sentir no tanto que reconozco las palabras sino la forma de construir las frases y de usar el lenguaje. Además una cierta forma de ver la vida asumiendo esa precariedad que nos lleva a vivir al extremo porque en cualquier momento todo se puede ir al carajo.

No hace falta conocer la forma canaria de hablar para que esta novela llegue directo al corazón y como lava ardiente arrase con toda la hipocresía que se escuda en el lenguaje y nos deje desnudos como al principio, cubiertos de sangre, barro y líquido amniótico. Bautizo lustral por las palabras nunca usadas, de los significados nuevos. Leerla es poco.


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